
“Donde no hay libertad, tampoco puede haber verdadero amor.” Mijaíl Bakunin
El amor como campo de disputa
El amor, históricamente, ha sido moldeado por instituciones sociales, religiosas y políticas que lo han convertido en un mecanismo de control más que en una experiencia de libertad. La Iglesia lo reguló bajo dogmas morales, el Estado lo codificó en leyes matrimoniales y de herencia, y el mercado lo transformó en mercancía a través de la industria cultural y el consumo. En todos estos casos, el amor fue instrumentalizado para garantizar obediencia, perpetuar jerarquías y sostener estructuras de poder.
En tiempos anarquistas, es decir, en un horizonte donde se cuestiona la autoridad, las jerarquías y las estructuras de poder el amor se convierte en un campo de disputa simbólica y práctica. No se trata de un sentimiento aislado ni de una experiencia privada, sino de una fuerza social que puede reproducir la dominación o, por el contrario, abrir caminos hacia la emancipación. Amar en clave anarquista implica desafiar la lógica de la propiedad, la exclusividad y la subordinación, y resignificar el vínculo afectivo como espacio de autonomía y solidaridad.
Este enfoque revela que el amor no es neutral: puede ser un instrumento de opresión cuando se utiliza para imponer roles de género, controlar cuerpos o legitimar desigualdades; pero también puede ser una herramienta de resistencia cuando se practica desde la igualdad, la reciprocidad y la libertad. En este sentido, el amor se convierte en un terreno político donde se ensayan nuevas formas de convivencia, capaces de cuestionar las estructuras tradicionales y de imaginar relaciones más horizontales y emancipadoras.
El amor como dispositivo de control
En sociedades regidas por el Estado, la Iglesia o el mercado, el amor ha sido instrumentalizado y convertido en un mecanismo de regulación social. La familia tradicional lo transforma en un contrato de obediencia y reproducción, donde el vínculo afectivo se subordina a la necesidad de garantizar herencia, estabilidad y continuidad del orden social. La religión lo regula bajo dogmas morales que imponen fidelidad, sacrificio y sumisión, reforzando la idea de que el amor verdadero solo existe dentro de los límites de la institución matrimonial y bajo la vigilancia de la moral divina. El capitalismo, por su parte, lo mercantiliza: convierte el afecto en consumo y el deseo en espectáculo, reduciendo la intimidad a un producto que se vende en la publicidad, las redes sociales y la industria cultural.
Desde una mirada anarquista, estas formas de amor son sospechosas porque perpetúan jerarquías y subordinaciones. El amor deja de ser un espacio de libertad para convertirse en una herramienta de disciplina social, donde se normalizan roles de género, se legitiman desigualdades y se refuerza la lógica de la propiedad. Amar, en este contexto, significa cumplir con expectativas externas más que vivir una experiencia auténtica.
Por lo que el anarquista revela que el amor, lejos de ser neutral, ha sido utilizado como un dispositivo de control que asegura obediencia y cohesión social. Se convierte en un campo de vigilancia íntima: regula cuerpos, deseos y emociones para mantener el orden establecido. Así, lo que debería ser una fuerza emancipadora se transforma en un instrumento de dominación. Reconocer esta instrumentalización es el primer paso para resignificar el amor como práctica de libertad, donde las relaciones se construyan desde la autonomía, la igualdad y la reciprocidad, y no desde la imposición de normas externas.
El amor como praxis transformadora
El amor en tiempos anarquistas no es un sentimiento romántico desligado de la realidad, sino una praxis que cuestiona la lógica de la dominación. Implica construir relaciones basadas en la reciprocidad, la transparencia y la responsabilidad mutua, alejándose de los modelos tradicionales que han reducido el amor a contratos de obediencia, propiedad o consumo. En este sentido, el amor deja de ser un refugio privado y se convierte en un acto político que desafía las estructuras de poder que regulan la vida cotidiana.
El amor como praxis transformadora exige desmontar las jerarquías afectivas que privilegian la exclusividad, la posesión y la dependencia. Supone reconocer que las relaciones humanas pueden ser espacios de libertad y no de control, donde la autonomía individual se combina con la solidaridad colectiva. Así, amar en clave anarquista significa ensayar vínculos que no reproducen la lógica del Estado, el mercado o la moral tradicional, sino que se sostienen en la elección consciente y en la igualdad de condiciones.
Este enfoque convierte al amor en un laboratorio político y cultural: un espacio donde se experimentan nuevas formas de convivencia que cuestionan la propiedad, la subordinación y la mercantilización de los afectos. En lugar de ser un sentimiento pasivo, el amor se transforma en una práctica activa de resistencia, capaz de generar comunidades más horizontales y justas.
En última instancia, el amor como praxis transformadora revela que la emancipación no se limita a la esfera económica o política, sino que también atraviesa lo íntimo. Liberar el amor de las cadenas de la dominación es abrir la posibilidad de construir sociedades donde la libertad no sea solo un ideal abstracto, sino una experiencia vivida en cada relación humana.
El amor en tiempos anarquistas como fuerza transformadora
El amor en tiempos anarquistas es un concepto profundamente crítico: desmantela las estructuras que lo han convertido en instrumento de control y lo resignifica como práctica de libertad. No se trata de un ideal abstracto ni de una utopía romántica, sino de una experiencia concreta que exige coherencia ética y resistencia cultural frente a las formas de dominación que atraviesan la vida cotidiana. Amar en clave anarquista implica desafiar la propiedad, la jerarquía y la mercantilización, cuestionando la idea de que los afectos deben estar regulados por instituciones externas o por la lógica del mercado.
Este enfoque revela que el amor no es neutral ni inocente: puede reproducir desigualdades cuando se sostiene en la posesión, la exclusividad o la dependencia, pero también puede convertirse en un acto de emancipación cuando se practica desde la autonomía, la reciprocidad y la solidaridad. En este sentido, el amor se convierte en un terreno de conflicto y negociación, donde se ponen en juego las tensiones entre libertad y control, deseo y norma, igualdad y poder. Reconocer estas tensiones es fundamental, porque incluso en contextos que se autodefinen como emancipadores, el amor puede reproducir microformas de dominación si no se cuestionan las dinámicas de poder que atraviesan las relaciones.
Su valor radica en que, lejos de ser un refugio apolítico, el amor se convierte en una fuerza transformadora capaz de imaginar y construir sociedades más libres e igualitarias. Amar en tiempos anarquistas es, por tanto, un acto político que desafía las estructuras tradicionales y abre la posibilidad de ensayar nuevas formas de convivencia. Es praxis y resistencia: una manera de vivir que no solo busca la felicidad individual, sino que también se orienta hacia la creación de comunidades horizontales, donde la dignidad y la libertad sean principios compartidos.
“Amar no es mirarse el uno al otro, es mirar juntos en la misma dirección.” Antoine de Saint-Exupéry
Araceli Aguilar Salgado Periodista, Abogada, Ingeniera, Escritora, Analista y comentarista mexicana, de Chilpancingo de los Bravo del Estado de Guerrero E-mail periodistaaaguilar@gmail.com









